Photography by Jr Korpa.
02 de febrero del 2022
Las ramas no conocían su propósito, hasta que dieron fruto.
Hace muchos años, crecí con una de esas historias que deambulan por las paredes, calles y generaciones de la ciudad. Y la verdad es que, nunca me vi tan involucrado, hasta ahora que supe que un rayo lo quebró.
En el conjunto donde viví los primeros años de mi vida, siempre ha existido un árbol. Lo extraño y un tanto paradójico, es que todos los caminos peatonales de la vecindad, confluyen en el centro, donde se ubica "Marión", el árbol de mangos. El apodo se lo atribuyó una amiga de infancia, que decía que se parecía a su tía "Marina" cuando se sonrojaba y se le ponía roja la cara.
Se dice en las historias que cuentan los más antiguos vecinos, que cuando los primeros inquilinos llegaron para construir sus casas, ya estaba una planta pequeña. Mencionan que nunca se dieron cuenta que era una mangifera, hasta después de 4 meses, que empezaron avistarse pequeñas peloticas rojas. Ahora sé por qué papá siempre hacía jugo de mango.
Algunos dicen que tenía 43 años, otros que 65, mientras que unos dicen que le perdieron la edad, pero que sobrepasaba los 80 años. Sin embargo, la parte neural de la historia no sólo es cómo llegó allí, sino el por qué hace eco su historia. Y es que, siempre se dijo que el árbol escuchaba todo. Las conversaciones de transeúntes que pasaban, algunas niñas confesando su amor, otros tallando nombres, otros abrazándolo y hablándole, unos tantos le contaban sus penas, y hasta había quiénes se acostaban a su lado. También se llegó a decir que con el viento, si escuchabas detenidamente, te decía consejos por el ruido que hacían sus hojas al chocarse unas con otras; que decía lo que uno tenía que escuchar y justo cuando lo tenía que escuchar.
Creo que en algún momento, todos hemos sido ese o cualquier árbol. Unos somos más altos, otros más pequeños. Algunos tenemos marcas, otros sólo con las que nacemos. Hay algunos que tienen muchas ramas e historias, y otros que por sus raíces y comienzos, asombran. Si lo pensamos, seríamos como cualquier otro; damos sombra a quiénes la necesitan y la buscan, nos alimentamos del aire que otros sueltan, recogen los frutos que proveemos, nos regeneramos de la misma agua, nos reconocen por nuestra apariencia, y hasta de guías y referencia servimos.
Como los árboles, siento que nosotros como humanos podemos notar nuestro tiempo de vida en ellos. Las raíces, en su caso, nos indican un pasado, una historia inicial e interna. Aunque estando aún las primeras, unas ya dejaron de irrigar o proveer vida al tronco; ya que, como el pasado, algunas memorias quedan vívidas por muchos años, y otras se olvidan y secan. Con el tiempo, sobreviven las más fuertes y rígidas raíces; esas, son las que sostendrán al árbol para toda la vida... o también a nosotros.
Los humanos tenemos raíces psíquicas. En algunas ocasiones, no son tan perceptibles. Están más allá de la consciencia social o los juicios morales. Así, como ellas, hebras y raíces como nuestra crianza, los recuerdos de antaño, las primeras enseñanzas, experiencias trascendentes y creencias que transforman, son las más importantes, las que nos mantendrán en el rumbo de lo que queremos forjar para nuestro destino. Aquellos valores y motivaciones que nos aferramos a la tierra con firmeza y convicción, serán los más sólidos cimientos de nuestra existencia.
Como sus inicios, el árbol y nuestras vidas mundanas tienen la más real existencia cronológica. El tronco, las ramificaciones, el eje central de la vida natural y sus hojas, tienen un carácter de tiempo presente. Es lo que se ve y lo que se palpa. Lo que se vive, es lo que uno percibe en el ahora, en el momento. El color y tamaño de su base, lo largo de sus ramas y la cantidad de maduración de sus frutos. Así, como los humanos, el único tiempo que se puede apreciar y vivir realmente, es el preciso hoy. Lo que respiramos hoy, lo que vivimos hoy, lo que vemos ahora, lo que pensamos ahora, y lo que experimentamos en este momento. ¿Cómo estoy ahora?, ¿Qué veo en este instante?, ¿Qué es lo que percibo en el momento?, ¿Cómo estoy viviendo hoy?, ¿Me siento grande, pequeño, feliz, triste, satisfecho, cansado?... pero hoy, ¿Cómo?
Ya una vez vividos en dos tiempos, de lo que inició y lo que inicia, falta lo que iniciará. Como nuestras aspiraciones, metas, objetivos y proyecciones, los frutos son el resultado de lo que alguna vez formó el pasado, desarrolla el tiempo presente y durante el proceso de vida, se logró con el futuro esperado.
Las estaciones y los cambios son parte de integrar el viaje y la travesía de vivir. Toda vida trae cambio, y todo cambio es una transformación, no una maldición. Lo que queremos hacer de nuestra vida frutal, es lo que recibiremos en nuestro destino natural. El tantísimo deseo de ser, de crecer, de regarse, de expandirse, de aflorar, de abrirse y de comprender la potencia de nuestra vida, es lo que orientará la próxima llegada de lo que se sembró.
Desde la vista del árbol, como en la de cualquier otra ser, podemos apreciar los diferentes momentos de vida. Unos más mentales que otros, pero siempre se puede visualizar y comprender el camino que se trazó, que se traza y que se trazará. Los tres tiempos de vida, nos dan una historia (en el pasado), una certeza (en el hoy), y un misterio (en el futuro). Ese es el ciclo del tiempo, pero todo, desarrollado desde el presente. Si hoy comprendí mi error, en el ayer seguramente será una enseñanza, y probablemente en el después sea una segunda oportunidad. Esas son nuestras estaciones.
Cada ser, como humano o árbol, tiene su tiempo. Incluso, trasladándolo a cualquier otro contexto, todo tiene un ciclo, un comienzo y un final. Entender, asumir y aceptar el tiempo, como también el cambio en la vida, es darle más valor a ciertos momentos, y comprender lo perecedero.
Tiempo después, escuché que luego de recoger lo que quedó del árbol, limpiaron y arreglaron la siembra para poner otro mangifero. Así que, en honor a Marión, decidí ir al mercado, comprarme un jugo, y aprovechar para llevarle mangos a papá. Nunca supe su valor, hasta ahora que brindo por los años de vida de aquella planta enrojecida que nos acobijó a niños, jóvenes y adultos en el tiempo de su historia.
Al entrar, pregunté si tenía mangos. -Claro mijo, nunca faltan- me respondió la señora, y ofreciéndome de cuáles quería, me dio a escoger qué color y qué tamaño.
Agradeciéndole por la atención, agarré como 4, y después de tomar el primer sorbo en aquél vaso de plástico, sonreí y me dijo -Hay cosas que nunca cambian, ¿Cierto muchacho?- a lo que después de tomarme el segundo sorbo le respondí, -Quizá y no es la fruta, Doña Marta, sino lo que uno siente cuando entra-.
Si uno lo piensa detenidamente, seguimos viviendo, aunque dando y quitando vida, en gran parte, es porque seguimos consumiendo constantemente otras. No estoy seguro si la similitud entre nosotros y los árboles, es meramente una coincidencia; creo más bien que es una especie de evolución camuflada en el juego de la vida.
Ahora sé que la vida no sólo está ahí para vivirla, sino para pensarla también. Entiendo que esta, entra por la boca, por las memorias, por lo que dijimos, por lo que hicimos o incluso por el oído también, quizá y vida... da vida, o ¿Por qué será que uno queda en boca de otros?
Y ustedes... ¿Ya saben qué fruto dan?